Las imágenes de la desastrosa salida de Estados Unidos en Afganistán después de dos décadas de guerra quedaran selladas en la memoria de los norteamericanos durante generaciones. Ya sucedió con Vietnam, la otra gran debacle bélica, diplomática y política del país de tiempos recientes.
Por Manuel Santelices. Fotos: Getty Images.
La urgencia de la escapada, la desesperación, el caos, la violencia y la sorprendente ineficiencia de toda la operación quedarán a la sombra de otra convicción aún más dolorosa: que con más de 80 mil millones de dólares gastados y cientos de vidas perdidas- desperdiciadas, dicen lo mas irritados- Estados Unidos ha conseguido aquí solo una derrota, y, mas allá de eso, una derrota particularmente humillante que amenaza su estatura en el escenario geopolítico internacional. El presidente Joe Biden enfrenta un momento crítico en el primer año de su presidencia, y muchos analistas sospechan este que será el episodio que marcará mas fuertemente sus posibilidades de reelección- también la de sus correligionarios- y, a la larga, su lugar en la historia.
De un plumazo, cualquier avance que pudiera haberse hecho en Afganistán desde el comienzo de la guerra se desvaneció frente a los ojos de la Casa Blanca, el Pentágono, la prensa y el mundo entero. Parece inconcebible que en solo cuestión de días los Talibanes- cercados durante tanto tiempo por las fuerzas de Estados Unidos y sus aliados dentro y fuera del gobierno afgano- pudieran apoderarse de una provincia detrás de otra, de un pueblo detrás de otro, hasta llegar a Kabul, la capital, recorriendo las calles a bordo de jeeps y camionetas y enarbolando armas y su bandera blanca como inesperados vencedores.
La revuelta fue tan rápida, que Estados Unidos, sin otra opción, debió negociar con los insurgentes- considerados terroristas por el Departamento de Estado, ni más ni menos- para permitir la evacuación de sus ciudadanos y de aquellos que durante tanto tiempo habían servido a los fines de su campaña.
Si en Estados Unidos todo el asunto creo una nube de rabia, desilusión y descorazonamiento, en los habitantes de Afganistán levantó un huracán de terror. En pocas horas el país cayó bajo la amenaza de la brutalidad talibana. Periodistas y académicos se congregaron en lugares clandestinos, preocupados de borrar sus huellas en las redes sociales; tiendas, restaurantes y cafés bajaron rápidamente sus cortinas; cualquier aviso publicitario o imagen de mujer en alguna vidriera, fue inmediatamente cubierto en pintura o desfigurado; la música, los aromas y el alboroto de las calles desapareció; el presidente Ashraf Ghani abordó un helicóptero- con bolsas repletas de dinero, según algunos reportes de prensa, para exiliarse en los Emiratos Árabes; los funcionarios de su administración no volvieron a sus puestos; y los colegios, universidades y bibliotecas cerraron definitivamente sus puertas,
Los jerarcas talibanes celebraron el despegue del último avión norteamericano- que llevaba a bordo a las máximas autoridades diplomáticas y militares norteamericanas en la zona- con disparos al aire y la promesa de que su nuevo régimen sería diferente al anterior, menos duro y más inclusivo. Pero sus palabras, como quedó confirmado poco después, resultaron ser vacías. En una de sus primeras declaraciones públicas ya instalados en el palacio presidencial, los líderes de la organización anunciaron que en su gobierno no habría espacio para las mujeres, y cuando eso provocó una inusitada protesta en las calles de Kabul, las mujeres participantes fueron dispersadas a batatazos y balas.
Para ser justos, de acuerdo a muchos analistas, no había una salida fácil a la guerra iniciada por el presidente George W. Bush contra los Talibán como represalia por su protección de Osama bin Laden, el arquitecto de los ataques del 11 de Septiembre de 2001. El propio Biden se defendió diciendo que las alternativas eran “salir o involucrarse aún más”, y tal como revelan las encuestas, la mayoría de los ciudadanos estadounidenses había llegado a la conclusión de que 20 años de batalla y sufrimiento eran suficientes. El acuerdo de una “tregua” entre el expresidente Donald Trump y los insurgentes, que aseguró un periodo de paz hasta mayo pasado, hizo que la decisión se hiciera especialmente urgente.
Eso, sin embargo, no explica la descomunal falla de inteligencia que no previó la rápida caída de Afganistán y en especial de Kabul, una ciudad que hasta hace poco era presentada como un ejemplo de las posibilidades de progreso y democracia en el país. La Casa Blanca y el Pentágono supusieron que las fuerzas leales al presidente Ghani, entrenadas y armadas hasta los dientes por el ejército norteamericano y sus aliados, serían capaces de detener cualquier avance Talibán o, al menos, atrasarlo hasta que la evacuación norteamericana concluyera en perfecto orden. Nada de eso sucedió. El ejército y la policía afgana rápidamente se deshizo de sus rifles, sus uniformes y su lealtad, y arrancó dejando el camino abierto a los insurgentes. En entrevistas de prensa en diarios y televisión, expertos han señalado que la principal motivación del gobierno afgano, partiendo por el presidente y terminando con el último de sus oficiales, no fue traer paz o prosperidad al país, sino, por el contrario, mantener el precario status quo con la esperanza de que Occidente no detuviera nunca el torrente de recursos dirigido a Kabul. La paz y la estabilidad quedaron atrapadas en las garras de una corrupción rampante que aseguró el regreso del régimen Talibán.
Los flamantes lideres de la organización, con el nuevo primer ministro Mullah Mohammed Hassan Askund a la cabeza, han recibido de vuelta un país muy distinto al que dejaron hace dos décadas. Aunque pequeñas, las chispas de resistencia han comenzado a aparecer en distintos puntos de Afganistán como señales de que la victoria Talibán no es del todo asegurada. Inspirada por dos décadas de relativa libertad, por el acceso a información, educación y la influencia de la cultura occidental, una nueva generación de afganos y afganas no parece dispuesta a someterse a una teocracia dictatorial sin dar la pelea. Igual como el puñado de mujeres mencionado más arriba, muchas otras esconden rabia, rebeldía y fortaleza debajo de sus burkas, probablemente soñando con un contraataque. Las redes sociales, aunque sea en forma clandestina, son su principal arma.
En las últimas semanas ha comenzado a hablarse de una “doctrina Biden” en Washington, una estrategia política que pone mas énfasis en la diplomacia y la unificación de fuerzas internacionales contra brotes de autoritarismo que en “guerras eternas” que pretenden pacificar y provocar cambios de régimen en áreas que, como está probado, la inteligencia norteamericana no siempre entiende a cabalidad.