Despertar frente a una piscina de mar turquesa, donde solo el sonido de las gaviotas y pájaros nativos te comunican la noticia del día: ¡Sí, estás en el paraíso!
Fotos y Texto: Leonardo Ampuero (Instagram @AmpueroLeonardo
Llegar a estos tesoros escondidos no es fácil, pero cuando estás ahí, todo el esfuerzo ha valido la pena.
Aterrizamos en Manila después de 20 horas y varias escalas; es una ciudad muy parecida al Guayaquil de los años 80’s: caótica, húmeda y con una herencia española muy marcada. Después de una escala técnica de una noche, continuamos nuestro viaje a Puerto Princesa; desde el aire ya se podía advertir que lo que se venía iba a ser una aventura difícil de olvidar. Y es justamente aquí donde mi viaje tomó otro rumbo. Buscando la esencia de una Filipinas primitiva, fui recomendado a visitar Port Barton. No dudé un segundo y tomé una van con otros mochileros, dejando olvidado en el camino la luz eléctrica, agua potable y wifi; cualquier cosa era insignificante al estar en una playa con bosques de palmeras, mar cristalino, peces de colores, estrellas de mar azules, atardeceres de ensueño, y una sonrisa cálida de cada filipino que estuvo en nuestro paso.
Son islas completamente para ti, donde la mimesis entre palmeras y cocos ofrecen un espacio de paz para agradecer por tener al paraíso frente a tus ojos. Me quedé maravillado de no ser nadie, de perder mi ‘yo’ en esa arena blanca, pero al mismo tiempo de tenerlo todo. Bajo esta impresionante sorpresa, el viaje hacia El Nido se modificó una y otra vez, sin arrepentimiento alguno.
Finalmente llegamos a El Nido, unos peñascos de roca con verde vegetación que bajan al mismísimo mar azul, envolviendo bahías, creando postales guardadas solo en mi memoria y en mis fotografías.
Nos unen muchas cosas con una cultura en el extremo opuesto del globo terráqueo: sus rasgos latinos, su calidez, su gastronomía, sus nombres y apellidos en español y todo eso hizo que pareciera que viajaba entre Ayampe y Santa Cruz. Más en casa no podía estar.
Pero, como toda joya preciosa efímera, se ve, se aprecia, te deslumbra y como hechizo encantado, desaparece. Es así que desaparecimos de este bello territorio, jurando que volveríamos para nuevamente encantarnos por aquel amanecer y ese canto de pájaros que nos despertó el primer día, pero jurando que la próxima, sería un viaje de ensueño compartido.